En muchas ciudades, desde barrios posindustriales hasta periferias urbanas, están floreciendo talleres de uso comunitario y laboratorios de fabricación digital que abren las puertas a la creatividad y al encuentro. Estos entornos ponen máquinas, materiales y saberes al alcance de personas con perfiles de lo más variado para que puedan prototipar, reparar, diseñar y aprender sin tener que disponer de espacio ni de herramientas en casa.
No se trata solo de meter mano a una impresora 3D o a un taladro; la clave es que estos lugares construyen comunidad, promueven el aprendizaje compartido y alimentan proyectos colaborativos con impacto social. En ese cruce entre tecnología asequible y vida en común se enmarcan experiencias que van desde los fab labs en Bilbao o Madrid, hasta procesos de base comunitaria en Ciudad de México donde el arte y el diseño se usan como herramientas para activar tejido social.
De los fab labs a los makerspaces: abrir la tecnología a cualquiera
Los espacios maker y los laboratorios de fabricación digital nacen con una intuición muy sencilla: democratizar el acceso a equipamiento y acompañamiento técnico para que tanto perfiles creativos (artistas, diseñadores, artesanos, educadores) como personas curiosas sin formación tecnológica puedan materializar ideas. En estas salas conviven cortadoras láser, impresoras 3D, ingletadoras o bancos de electrónica con dinámicas de mentoría y apoyo mutuo.
Quienes los coordinan insisten en que la tecnología es la excusa, porque la misión de fondo es generar conocimiento colectivo y mezclar disciplinas. Ese enfoque se concreta con talleres, residencias artísticas, colaboraciones con agentes del entorno y un goteo continuo de proyectos que cruzan educación, emprendimiento y economía circular. No hace falta ser ingeniera para entrar: hay sitio para quien llega a aprender desde cero y para perfiles técnicos que quieren compartir lo que saben.
Un caso revelador es el de Fab Lab Bilbao y su proyecto Muro de la Memoria, donde vecinos del entorno son escaneados y transformados en bustos cerámicos para una exposición pública. Además de acercar el taller a las calles de Zorrotzaurre, esa intervención preserva identidad colectiva en un territorio que atraviesa una transformación profunda junto a la ría del Nervión, mostrando cómo la fabricación digital también puede anclarse a la memoria del barrio.
Para sostener la actividad, Fab Lab Bilbao y el espacio cultural al que pertenece, Espacio Open, diversifican ingresos con programas públicos, proyectos europeos y líneas directas como cursos y talleres. A ello se suman fórmulas de economía cotidiana, como los rendimientos de un bar y de una tienda vinculada a economía circular y moda sostenible, lo que reduce su dependencia de un único canal de financiación.
Madrid: cuando falta lo público, la comunidad se organiza
Durante años, Medialab Prado fue la referencia madrileña en innovación ciudadana y fabricación digital desde lo público. Su cierre por decisión municipal dejó un hueco notable que han ido cubriendo, como buenamente han podido, universidades, centros sociales autogestionados y asociaciones como Makespace Madrid.
En Makespace Madrid, una asociación de unas cuarenta personas, el mantra es claro: “venimos a hacer lo que no podemos en casa”. El local —antiguo garaje de motos y tornería— funciona sin apoyos públicos, lo que da independencia y, a la vez, obliga a cuadrar cuentas. El gran coste es el alquiler, que afrontan entre todos; a cambio, el espacio es suyo y, tras un par de meses de implicación, las llaves pasan a manos de quienes participan para que puedan entrar a cualquier hora. La comunidad ya va por su tercer local, después de tener que abandonar el anterior por una subida repentina del arrendamiento.
Quien se asome a la mesa central verá portátiles abiertos, conversaciones a media voz y trasteo en el banco de electrónica junto a las impresoras 3D. Entre quienes comparten destornilladores hay ingenieros e informáticos, sí, pero también gente de ciencias sociales que se ha enganchado poco a poco, demostrando que hay espacio para cualquiera que quiera aprender.
Makespace Madrid está dentro de la red internacional de fab labs, un mapa abundante en lugares como Bélgica y Países Bajos y con decenas de chinchetas por toda España. Desde Bilbao subrayan el crecimiento del interés por estos entornos, con una respuesta especialmente viva de la comunidad educativa, las start-ups y personas preocupadas por la economía circular. Pese a las dificultades, el ecosistema maker crece y se diversifica, permitiendo que más gente repare, cree y se implique en proyectos con potencial transformador.
Más allá de las máquinas: arte, comunidad y metodología
Mirar estos espacios únicamente por su parque de herramientas se queda corto. Desde el arte contemporáneo llega la noción de “escultura social”, popularizada por Joseph Beuys, que amplía el arte hacia la producción cultural y su impacto en las relaciones políticas entre personas. Entendida así, la práctica artística no se limita a objetos: modela procesos y entornos sociales, incorporando valores, información y aprendizaje como materia de trabajo.
Para explorar esa idea en la práctica, la observación participante resulta clave: investigar desde dentro, conviviendo con la comunidad a la que se pertenece durante largos periodos, permite entender ritmos, necesidades y códigos. En ese registro se inscriben experiencias de talleres comunitarios, arquitecturas colectivas y tácticas urbanas que difuminan fronteras entre arte y diseño, y que integran la participación como motor del proyecto.
“Hazlo tú mismo” en comunidad: fabricar juguetes, crear vínculos
En 2014 se puso en marcha en el sur de Ciudad de México la iniciativa “Fábrica de Juguetes Hazlo Tú Mismo (HTM)”. El objetivo era sencillo y potente: a través de un taller de fabricación de juguetes con desechos sólidos (cartón, plásticos, latas) y reciclaje doméstico, ampliar el imaginario ambiental de niñas y niños, y a la vez fomentar ambientes creativos y de convivencia que contribuyeran a la reconstrucción del tejido social en San Andrés Totoltepec, San Pedro Mártir y el Parque de la Tortuga (Fuentes de Tepepan).
Las sesiones, distribuidas entre septiembre y diciembre de aquel año, fueron intensas. A diferencia de proyectos previos con fuerte soporte institucional, en esta ocasión el sostén principal fue la propia comunidad, lo que exigió más gestión, más docencia y más adaptabilidad. El programa recibió apoyo del área de cultura comunitaria de la Delegación Tlalpan, a través de una convocatoria orientada a fortalecer identidad, pertenencia y procesos culturales locales.
Uno de los aprendizajes más bonitos fue ver cómo la metodología “HTM” generaba transformación y emancipación creativa tanto en quien facilitaba como en quienes asistían. Destaca la historia de Adrián, un niño de ocho años que, tras varias sesiones preguntando “¿qué hacemos hoy?”, un día apareció con un embalaje de pan y el plan claro de construir una nave espacial. No solo la hizo: compartió el procedimiento con el grupo, contagió a otras personas y sus instrucciones viajaron a nuevos espacios comunitarios, demostrando que la mejor guía es la que una comunidad se apropia y replica.
También emergió una evidencia que a veces se pasa por alto: la familia como estructura de aprendizaje. En cada sesión (entre 10 y 30 personas) era frecuente ver a niñas y niños junto a madres, padres, abuelas y tíos, trabajando codo con codo. Esa dimensión intergeneracional no solo enriqueció las dinámicas, sino que reubicó la producción cultural como una práctica situada que inevitablemente involucra a quienes nos rodean.
Ante la demanda de personas adultas interesadas en decoración y mueble, en 2015 el proyecto se expandió a “Fábrica de Cultura HTM” (Juguetes + Maquetas + Muebles + Decoración). Se sumó una sede del DIF (centro 19 Juan A. Mateos, en La Joya, Tlalpan), abriendo el alcance a colectividades de distintos barrios. Allí, un taller de lámparas con materiales reutilizados y apoyado por campañas locales de reciclaje reunió cada sesión a unas diez mujeres de 30 a 50 años que, a base de trabajo colaborativo, desplegaron autonomía y comunidad hasta el punto de continuar sin facilitación externa: reclamaron su derecho a la cultura, sostuvieron sus propios procesos (tejido, manualidades, intercambio de saberes) y declinaron retomar la línea HTM en ese momento. Ese “no” fue, en realidad, la constatación de un éxito: el grupo ya no necesitaba muletas.
Arquitecturas colectivas: diseñar a escala humana
Las arquitecturas colectivas cuestionan la producción ligada a la industria de la construcción y proponen procesos de diseño centrados en las personas, de escala humana y con investigación-acción participativa. Frente a los grandes planes, se privilegia la movilidad, la inmersión en contexto y la adecuación fina a los usos reales.
Un hito inspirador fue Poliminó, una arquitectura colectiva modular surgida en 2013 del cruce entre el Posgrado en Artes y Diseño de la UNAM (FAD Xochimilco) y el pueblo de Santiago Tepalcatlalpan. Durante una semana de actividades, Poliminó sirvió de base para foros, talleres, proyecciones y encuentros, articulando el Primer encuentro de arte-diseño y procesos sociales financiado por PAPIIT (IG400813) bajo la responsabilidad del profesor José Daniel Manzano Aguilia.
El diseño —inspirado en el pentominó— se planteó en código abierto y bajo copyleft (autoría de diseño compartida por Yuri Aguilar), con fabricación sencilla y documentación pública para no excluir a nadie del proceso. Este enfoque entronca con el movimiento maker y la filosofía abierta, cercana a experiencias como Open Source Ecology, que proponen ecosistemas de herramientas fundamentales en abierto como horizonte de autosuficiencia.
A nivel técnico y de uso, el proyecto mostró cómo el conocimiento práctico también es conocimiento legítimo: por ejemplo, la adaptación de unos taburetes —pasando de cajas agrarias a cajas refresqueras más altas— mejoró la ergonomía con un ajuste simple y replicable. Este tipo de soluciones, a menudo subestimadas en entornos académicos, demuestran que la inteligencia del diseño también vive en los detalles y en la iteración comunitaria.
El despliegue de Poliminó fue un esfuerzo coral: un vecino (el Profesor Mayo) cedió una obra en bruto para habilitar el taller; la UNAM aportó madera; se organizó una línea de producción con calado, lijado, perforación y ensamblaje; participaron integrantes del GIAE_, del Taller Imagen del Rinoceronte, vecinas y vecinos, y apoyos familiares. Esa trama de manos y decisiones dejó otra enseñanza: el “hábitat” no es únicamente una casa o una plaza, sino un conjunto de configuraciones espaciales que cobran sentido por las actividades y relaciones que alojan.
Para comprenderlo, conviene pensar en el concepto de dispositivo (Agamben): una red heterogénea de discursos, instituciones, objetos, normas y prácticas. El Poliminó, entonces, operó como interfaz de un dispositivo cultural más amplio (gestiones, comunidades académicas y ciudadanas, difusión, etc.), habilitando la mezcla disciplinar y la participación situada.
Co-crear con la juventud: marquesinas, fachadas y pulque
Bajo el paraguas de la “Fábrica de Cultura HTM”, se articuló un proyecto con el Colectivo La Mulita Consentida en el pueblo de San Pedro Mártir (CDMX), en su espacio independiente “El Semillero”. Allí se levantó una marquesina que, además de físico, funcionó como canal de comunicación con la comunidad, alineado con metodologías de aprendizaje-servicio: aprender haciendo y devolviendo valor al entorno.
El trabajo fue mano a mano con jóvenes —María, Joyce, Viridiana, Pedro y su banda— combinando diseño de mensajes y fabricación e instalación de la estructura, una tarea que exigió coordinación por el tamaño y el peso. Tras esa primera intervención, ampliaron ambición: abordar la fachada completa con un portón que hiciera de dispensador de pulque los fines de semana (parte de su proyecto cultural y económico), habilitar la entrada y sumar paredes vegetales. El resultado reforzó el sentido de pertenencia y la utilidad de las arquitecturas colectivas para transformar ámbitos cotidianos desde la cultura y la juventud.
Tácticas urbanas: ocupar intersticios para encontrarnos
Otra derivada de estas prácticas son las tácticas urbanas, intervenciones ligeras y temporales que reactivan lugares subutilizados. “La Okuplaza” UNAM-Santiago, impulsada junto al colectivo chileno Ciudad Emergente en 2014, ocupó un intersticio urbano para convertirlo por un tiempo en plaza y espacio público al servicio de las personas, en el marco de la Primera Escuela de Otoño sobre Urbanismo Táctico organizada con el GIAE_.
El dispositivo integró colectivos y saberes: por ejemplo, Isla Urbana acercó tecnologías de captación de lluvia a la comunidad, y representantes de Santiago Tepalcatlalpan compartieron sus trabajos de conservación del área natural y rural. Siguiendo a Bourriaud, la intervención operó como intersticio social: un paréntesis espaciotemporal donde ensayar otros ritmos y relaciones que escapan a la lógica de la ganancia y permiten un intercambio humano más rico.
El caso del taller de vídeo con jóvenes skaters, facilitado por Ivonne Nava, es elocuente. Por la mañana se construyó un soporte sencillo para móviles, al mediodía se grabó patinando y por la tarde se proyectaron los vídeos en el mismo espacio. Tres momentos que, enlazados, muestran cómo una táctica urbana abre un campo para aprender, hacer y celebrar juntas, sin más infraestructura que la voluntad de participar y un poco de ingenio.
Cuando el arte se vuelve útil: practicar el futuro
En el debate contemporáneo, la artista Tania Bruguera propone el “arte útil”: prácticas que, naciendo desde el arte, ofrecen resultados claramente beneficiosos para la gente. No se trata de maquillarlo todo con etiquetas, sino de entender el arte como un lugar para ensayar el futuro, comportarnos “como si” las condiciones deseadas existieran y así irlas acercando.
Visto a la luz de los casos anteriores, esta idea encaja como un guante. En un fab lab de Bilbao, en un makerspace autogestionado en Madrid o en un kiosco de Tlalpan, lo que ocurre es que se entretejen relaciones, se intercambian saberes y se habilitan tecnologías de forma situada para que personas muy distintas hagan cosas juntas. Es una práctica “trans”: no es solo mensaje ni solo objeto, es el puente que une colectividades y que también nos vincula con lo no humano (materiales, entorno, agua), enredando todo en una constelación de implicaciones.
Herramientas, saberes y economía cotidiana
Estos espacios funcionan con una combinación de máquinas accesibles y conocimientos compartidos, pero también con estructuras económicas muy terrenales. En el caso de Espacio Open y Fab Lab Bilbao, conviven apoyos públicos, proyectos concursados y actividades de pago (cursos y talleres), junto con ingresos cotidianos de bar y tienda vinculada a economía circular y moda sostenible. En Madrid, la independencia de Makespace implica asumir alquileres y compras de equipamiento entre la comunidad, con total corresponsabilidad.
En lo práctico, las herramientas más habituales incluyen cortadoras láser, impresoras 3D, ingletadoras, taladros y bancos de electrónica. Pero lo determinante es cómo se transmiten y se cuidan los saberes: sesiones abiertas, residencias, colaboraciones con escuelas, vínculos con start-ups y proyectos de economía circular, y redes internacionales que facilitan replicar y adaptar procesos en contextos distintos.
Ese tejido en red se hace visible en el mapa global de fab labs, muy denso en regiones como Bélgica y Países Bajos y en crecimiento por toda España y América Latina. Más allá de las chinchetas, lo importante es que esos puntos suman confianza y capacidades a nivel local, multiplicando la autonomía tecnológica y la imaginación colectiva.
En definitiva, desde el “hazlo tú mismo” hasta el “hagámoslo en conjunto”, el hilo conductor es la apropiación social de la técnica en clave comunitaria: reparar lo roto, probar lo nuevo, transmitir lo aprendido y activar lugares de encuentro que den cabida a la diversidad de talentos y necesidades que laten en cada barrio.
Mirados en conjunto, los ejemplos de Bilbao, Madrid y Ciudad de México muestran una constelación de prácticas que se retroalimentan: laboratorios que preservan memoria vecinal, asociaciones que sostienen un taller a pulso y colectivos que reconfiguran el espacio con marquesinas, fachadas vivas y plazas temporales. En todos los casos aflora la misma promesa: con herramientas compartidas, metodologías abiertas y ganas de colaborar, es posible crear infraestructuras cívicas de baja barrera de entrada que ayuden a aprender, emprender y convivir. Y, aunque a veces toque remar contra alquileres caros o decisiones institucionales cambiantes, la comunidad —cuando encuentra su ritmo— sabe seguir adelante.