
La situación actual de los bosques amazónicos y de otros ecosistemas de América Latina ha encendido las alarmas. Si bien en algunos países la deforestación parece bajo control gracias a mejores mecanismos de vigilancia y políticas públicas, el fenómeno de la degradación forestal y nuevas amenazas como la minería ilegal están debilitando gravemente la integridad ecológica de regiones enteras. Al mismo tiempo, crece el reconocimiento del papel fundamental que desempeñan ciertos grupos sociales, especialmente los pueblos afrodescendientes y las comunidades locales, en la reducción de las tasas de pérdida de bosques y en la conservación de la biodiversidad y el carbono almacenado.
Las últimas investigaciones científicas muestran que los daños ambientales no se limitan a la tala completa de árboles. Incendios recurrentes, sequías provocadas por el cambio climático, la extracción de recursos y los desmontes ilegales actúan de manera silenciosa, degradando los bosques desde dentro y comprometiendo tanto la biodiversidad como las funciones ecosistémicas esenciales para millones de personas.
El avance silencioso de la degradación forestal

En el caso de Brasil, aunque la tasa de deforestación ha alcanzado su mínimo en diez años, la degradación de la Amazonia ha crecido un 163% en solo dos años, según datos de varias instituciones científicas nacionales e internacionales. Más de 25.000 kilómetros cuadrados de selva han sufrido daños significativos, lo que equivale a una superficie superior a países enteros como Israel.
El 66% del total degradado se relaciona con incendios forestales provocados principalmente por actividades humanas y sequías prolongadas. Esta presión erosiona la salud de los árboles, debilita la capacidad del bosque para capturar carbono y pone en jaque la estabilidad de la biodiversidad local.
Mientras la deforestación implica la eliminación total de la vegetación, la degradación actúa de manera progresiva. El bosque puede aparentar normalidad desde el exterior, pero en su interior se observa una pérdida de funcionalidad ecológica y de resiliencia, afectando la composición de especies, la calidad del suelo y la producción de servicios ambientales clave, como la regulación del clima o la provisión de agua.
Las consecuencias medioambientales son graves: se generan emisiones anuales de entre 50 y 200 millones de toneladas de CO₂, afectando la lucha contra el cambio climático. Además, la pérdida de biodiversidad se acelera y muchas especies emblemáticas – desde jaguares hasta aves tropicales y delfines de río – ven su supervivencia amenazada. La restauración de estas áreas puede tardar décadas, y en muchos casos el ecosistema original no se recupera totalmente.
Uno de los principales retos de la degradación es la dificultad para su monitoreo. Detectarla requiere tecnologías avanzadas, imágenes de alta resolución y trabajo de campo, lo que complica la respuesta de los gobiernos. Por ello, los expertos insisten en la importancia de reforzar la fiscalización, restaurar zonas dañadas, promover la agricultura responsable y contar con la participación activa de las comunidades.
La deforestación ilegal y la minería como amenaza creciente

En Argentina, regiones como Santiago del Estero y Chaco han registrado 31.000 hectáreas deforestadas de forma ilegal en solo seis meses, según Greenpeace. Estas cifras equivalen a más de una vez y media el tamaño de la ciudad de Buenos Aires. Las organizaciones ambientales denuncian que las sanciones económicas no resultan disuasorias y que la complicidad de gobiernos locales favorece los desmontes, a menudo en zonas protegidas por la legislación nacional.
Por su parte, en la Amazonia ecuatoriana, la minería ilegal se ha duplicado desde 2020 y se calcula que solo en la provincia de Napo se han perdido más de 1.700 hectáreas de bosque desde 2017. Esta actividad no solo elimina vegetación, sino que destruye la topografía, contamina con mercurio los cauces y el suelo, y pone en riesgo las principales fuentes de agua. Los informes destacan el impacto sobre áreas de protección hídrica y la creciente presión sobre comunidades indígenas y rurales, que ven cómo se deteriora su entorno y sus medios de vida.
Las propuestas para detener la expansión de la minería y la deforestación incluyen el refuerzo del monitoreo satelital, la aplicación estricta de sanciones, la creación de franjas de exclusión alrededor de ríos y la reforma de la normativa ambiental, además del reconocimiento efectivo de los derechos de poblaciones locales.
El papel clave de las comunidades afrodescendentes y locales
Los territorios gestionados por pueblos afrodescendientes en Brasil, Colombia, Ecuador y Surinam muestran tasas de deforestación hasta un 55% inferiores respecto al promedio nacional, de acuerdo con un estudio publicado en Nature Communications Earth and Environment. Estas tierras, aunque ocupan solo el 1% de la superficie de estos países, concentran una riqueza biológica y de carbono irrecuperable – aquel que, de perderse, no puede restaurarse en décadas – muy superior a la media.
La explicación se encuentra en la diversidad de prácticas de gestión heredadas durante siglos: desde sistemas de producción diversificados (parcelas alimentarias, agro bosques, agricultura de escape) hasta el respeto por la biodiversidad local y la integración de conocimientos etnobotánicos y una espiritualidad profundamente conectada con el entorno. Estas estrategias han conseguido mantener paisajes más saludables y resilientes frente a las presiones externas.
No obstante, los expertos alertan de que el reconocimiento legal de estos territorios sigue siendo insuficiente y piden una mayor representación de los pueblos afrodescendientes en foros internacionales, así como el aumento de los recursos de investigación y apoyo a la gestión comunitaria. La ciencia respalda la necesidad de integrar estas prácticas y perspectivas en las políticas climáticas y de conservación globales.
Desafíos legales y tecnológicos para frenar la pérdida de bosques
Los datos evidencian que la lucha contra la deforestación y la degradación requiere una respuesta coordinada a múltiples niveles. Las organizaciones ecologistas como Greenpeace reclaman que las multas y sanciones administrativas sean sustituidas o acompañadas por la penalización efectiva de los delitos ambientales. La impunidad y las lagunas normativas permiten que empresas y particulares sigan destruyendo bosques, percibiendo las multas como un simple coste de operación.
Brasil, por ejemplo, se ha comprometido internacionalmente a reducir entre el 59% y el 67% de sus emisiones netas de gases de efecto invernadero para 2035. La gestión sostenible de sus bosques y la restauración de áreas degradadas serán claves para alcanzar estos objetivos y para mantener la confianza internacional de cara a citas como la próxima conferencia de la ONU sobre cambio climático (COP30).
Por último, la mejora de las tecnologías de detección – desde imágenes satelitales de mayor resolución hasta modelos avanzados de seguimiento de los cambios de uso de la tierra – está permitiendo identificar los focos de degradación y con mayor precisión. Sin embargo, este avance técnico debe ir de la mano de políticas públicas sólidas, incentivos económicos adecuados para la conservación (en especial a través de mercados de carbono bien diseñados) y la participación directa de comunidades locales e indígenas.